40 Big Ideas

1. Desinstitucionalización
Rechazo del estigma y el aislamiento

Autor

Valerie Bradley es presidenta emérita del Instituto de Investigación de Servicios Humanos en Cambridge, Massachusetts.

Hace unos 50 años, muchas personas con Discapacidades Intelectuales y del Desarrollo (IDD) vivían en grandes centros llamados instituciones. En 1977, más de 200,000 personas vivían en instituciones. No podían controlar lo que hacían, lo que comían ni quién les cuidaba. Con frecuencia se les trataba mal y se les impedía tener hijos. Entonces, Wolf Wolfensberger dijo que las personas con discapacidades deberían vivir en la comunidad con sus familias y hacer amigos. Los medios de comunicación comenzaron a mostrar lo mal que estaban las instituciones. Se aprobaron leyes que otorgaban a las personas con discapacidad el derecho a controlar sus propias vidas y a recibir educación. Empezaron a abandonar las instituciones. Los tribunales cerraron algunos lugares. Desde entonces, más leyes y casos judiciales han dejado claro que las personas con discapacidad tienen derecho a vivir en las comunidades que elijan. En 2021, menos de 34,000 personas vivían en instituciones.

Hasta la última mitad del siglo XX, la idea de segregar a las personas con discapacidades intelectuales y otras discapacidades del desarrollo (IDD) en instituciones remotas era generalmente aceptada, aunque con diferentes justificaciones a lo largo del tiempo. A principios del siglo XIX, las instituciones se consideraban centros de capacitación donde las personas podían aprender habilidades y regresar a sus comunidades. Esa aspiración cambió cuando creció la preocupación de que quienes abandonaban las instituciones pudieran ser explotados o maltratados. Así, las instituciones se convirtieron en asilos, lugares donde las personas con discapacidades podían vivir en el campo, aisladas de quienes pudieran hacerles daño.

A principios del siglo XX, la justificación volvió a cambiar, ya que el movimiento eugenésico consideraba a las personas con discapacidades como fuentes de contagio que, si se les permitía «reproducirse», propagarían rasgos criminales y crearían una población cada vez mayor de personas con discapacidades intelectuales. Este constructo justificaba el aislamiento de las personas con IDD en instituciones, no para protegerlas a ellas, sino para proteger a la población general de ellas. El movimiento justificó la esterilización de personas con IDD en instituciones públicas. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos inmortalizó el imperativo eugenésico en el caso Buck contra Bell de 1927, que puso a prueba la ley de esterilización involuntaria de Virginia. En su opinión, al defender la ley y la esterilización de Carrie Buck, el juez Oliver Wendell Holmes declaró de forma infame: «Tres generaciones de imbéciles son suficientes».

Un paciente internado mira al techo desde una silla situada junto a una cama.

Las instituciones se convirtieron en lugares abandonados y deteriorados, plagados de hacinamiento, falta de personal, abusos y negligencia atroz. En 1967, el número de personas que vivían en instituciones para personas con discapacidades intelectuales y del desarrollo se había disparado hasta alcanzar casi las 195,000. Una década más tarde, según el Instituto de Integración Comunitaria, la cifra ascendía a más de 207,000. Para entonces, sin embargo, ya había comenzado la desinstitucionalización.

En 1970, Wolf Wolfensberger proporcionó una poderosa justificación para la desinstitucionalización cuando introdujo el concepto de normalización. El concepto afirmaba que la segregación de las personas con discapacidad aumentaba el estigma y que estas personas debían recibir apoyo en comunidades normales, donde el resto de nosotros vivimos y trabajamos. En 1972, Geraldo Rivera estrenó un documental en horario de máxima audiencia en televisión en el que se mostraban las deplorables condiciones de la institución Willowbrook en Nueva York. Le seguirían muchas más revelaciones.

Otro pilar del movimiento de desinstitucionalización fue el uso de demandas colectivas, que obligaron a los estados a mejorar las condiciones institucionales y, en última instancia, en el caso Halderman contra Pennhurst State School and Hospital de 1974, a cerrar una institución por ser incapaz de proporcionar una habilitación adecuada.

La decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Olmstead contra L.C. en 1999 también fue fundamental, ya que exigía que los servicios se prestaran en el entorno más integrado posible y que el incumplimiento de esta norma podría constituir una violación de la Ley de Estadounidenses con Discapacidades.

El declive de las instituciones se vio acelerado aún más por la legislación federal. La Ley de Asistencia y Declaración de Derechos para las Personas con Discapacidades del Desarrollo de 1963 afirmó los derechos de las personas con discapacidades a tener autonomía en sus vidas. La Ley de Educación para Todos los Niños Discapacitados de 1975, que más tarde se convirtió en la Ley de Educación para Personas con Discapacidades, afirmó su derecho a ser incluidos en la educación pública. La Ley de Medicare y Medicaid de 1965 y la creación del programa de Seguridad de Ingreso Suplementario (SSI) proporcionaron acceso a los recursos y la atención médica necesarios para vivir en sus comunidades de origen.

El número de personas que viven en centros para personas con Discapacidades Intelectuales y del Desarrollo (IDD) con 16 o más residentes disminuyó de 207,356 en 1977 a 33,226 en 2021, según el Instituto de Integración Comunitaria.

Más recientemente, la iniciativa «El dinero sigue a la persona», el programa de servicios domiciliarios y comunitarios (HCBS), la Ley de Estadounidenses con Discapacidades, la decisión Olmstead y la Norma sobre Entornos HCBS de 2014 han reforzado la idea de que las personas con IDD deben vivir y prosperar en las comunidades que elijan, libres del aislamiento y la deshumanización que supone la institucionalización.